viernes, noviembre 26, 2010
jueves, noviembre 11, 2010
viernes, octubre 29, 2010
A la busca del tiempo perdido – Marcel Proust
Voy a hablar de un libro que casi nadie va a leer y que, hasta ahora, pocos han leído. Incluso muchos de los que hablan de él, sea bien o mal, no han completado su lectura. Algo que, por otra parte, no es del todo extraño, dado que la novela en cuestión consta de más de 3000 (sí, tres mil) páginas. Desde luego, todo un reto para cualquier lector, por avezado que se considere, aunque sólo sea por el tiempo que demanda su lectura.
“A la busca del tiempo perdido” es algo más que una novela; es una experiencia vital. Un universo completo recreado en sus páginas, con unos mecanismos internos que la convierten en un libro difícil, arduo, incluso en ocasiones (por qué no decirlo) aburrido. Muchos lectores, allá por el momento de su publicación en 1913 no entendieron la propuesta que ofrecía Marcel Proust; hoy por hoy, las diferencias no son muchas. Y, sin embargo, es toda una obra maestra; una auténtica obra de arte maravillosa de principio a fin. ¿Por qué? Bueno, eso es lo que trataré de explicar aquí.
Proust fue un escritor exigente. En las últimas páginas de “El tiempo recobrado” (el último de los volúmenes que conforman el libro) él mismo admite fijarse como meta algo realmente difícil: reflejar la realidad humana a través de una observación minuciosa, que no detallista, del comportamiento de las personas. Precisamente eso es lo que se achaca como dificultad o lacra a “A la busca del tiempo perdido”: su puntillismo, su atención sobre el detalle, su minuciosidad. André Gide, lector para la editorial Gallimard, devolvió el libro al editor con un comentario (del que se arrepintió más tarde) en el que decía: “No puedo comprender que un señor pueda emplear treinta páginas para describir cómo da vueltas y más vueltas en su cama antes de encontrar el sueño”.Sin embargo, a mi modo de ver es ahí donde radica su genialidad (lo cual no lo convierte, automáticamente, en un libro fácil) y su diferencia. Proust empleó métodos y técnicas que se descubrían en la narrativa a principios del siglo XX. Escritores como James Joyce o Virginia Woolf emplearían el monólogo interior de maneras refinadas, pero Proust inauguró esta toma de posición de la escritura con su larguísima obra. Inspirado por el estilo de autores muy dispares, que abarcan desde Flaubert o Stendhal, hasta Dostoivesky , pasando por Thomas Hardy, el francés hizo uso de recursos que, de un modo u otro, ya se habían utilizado con cierto éxito antes, pero que él reelaboró de forma magistral hasta escribir “A la busca del tiempo perdido”.
El propio Proust estableció una comparación entra la elaboración de su libro y la construcción de una catedral: una obra cuyos planos iniciales no son definitivos, sino que cambia y muta sujeta a múltiples designios. La madeja que el autor va desenrollando a lo largo de las miles de páginas es una prolongación de su memoria, una memoria que es activa, que no se limita a traer recuerdos al consciente para plasmarlos sobre el papel, sino que analiza, examina, compara, siempre de manera constante, con digresiones (inevitables), con olvidos y con inconstancias. Como el mismo escritor dice, “lo que se trata de hacer salir, mediante la memoria, es nuestros sentimientos, nuestras pasiones, es decir las pasiones, los sentimientos de todos”.
En cierto modo, lo que Freud investigaba casi al mismo tiempo en Viena es lo que, en forma narrativa e imaginaria, recrea Proust en su libro. Temas tabúes, como la homosexualidad, y habilidades del subconsciente son examinados bajo el atento microscopio de la escritura del francés, que parece abarcar todos los temas humanos posibles. Quizá esta pasión por tratarlo todo, por querer comprender entre sus páginas todo lo imaginable, fue el mayor reto al que Proust se enfrentó. Como él mismo comunicaba a su editor, el manuscrito crecía y crecía, teniendo como topes la primera y la última parte; el resto era elaborado constantemente por el escritor, que ampliaba sus recuerdos (y, por ende, su obra) de manera desaforada.
Proust se aleja de la razón y la lógica para tratar de encontrar esas ‘verdades universales’ que busca mediante la memoria de la que hablaba arriba. Considerando que la razón y la voluntad no han conseguido el objetivo de plasmar la realidad, Proust se concentra en dibujar el ‘exterior’ de los personajes, aunque los falsee y no los describa fielmente (inventando todo tipo de detalles, aunque se base en personas reales para imaginar sus caracteres). En este sentido, su cambio respecto a la tradición decimonónica de la que es heredero (recordemos que Zola , naturalista acérrimo, es contemporáneo suyo) es brutal: pasamos de una novela sujeta a lo real, empecinada en retratar comportamientos sin dejar nada a la imaginación, a un prodigio de inventiva memorística que, pese a hablar de personajes y situaciones mundanas, nos revela conductas que pueden pasar por universales.
Al introducir su propia conciencia en la novela (anticipándose a Joyce, Woolf o Faulkner), Proust multiplica las posibilidades artísticas de la escritura, puesto que su obra adquiere múltiples interpretaciones, todas válidas y aunadas: novela psicológica, autobiográfica, reflexión sobre el arte y la literatura… En una obra como “A la busca del tiempo perdido” cabe absolutamente todo, no sólo, evidentemente, por su extensión, sino por su peculiar composición, que permite tocar todos los temas imaginables desde un punto de vista único -el del autor-, pero, al mismo tiempo, universal.
En realidad, a lo largo de las tres mil páginas de “A la busca del tiempo perdido” no parece que se cuenten demasiadas cosas. En “Por la parte de Swann”, el narrador recuerda su infancia y nos cuenta su descubrimiento del mundo de la aristocracia de los Guermantes. “A la sombra de las muchachas en flor” nos muestra a un narrador adolescente que, en sus vacaciones en un balneario, conoce a unas muchachas que le inician en su despertar sexual y, de alguna manera, ‘artístico’. “La parte de Guermantes”, tercera parte de la obra, introduce al narrador en el mundo aristocrático y exclusivo de los Guermantes, mitificado por sus recuerdos y que resulta ser desolador visto y vivido de cerca; toda la clase alta y burguesa de la Francia de fines del XIX es despedazada por la visión del autor, expuesta como una clase decadente y cargada de vicios y defectos. Es en “Sodoma y Gomorra” donde el narrador se ensaña con más ahínco con esa clase aristocrática y rica; esos personajes son sinónimo del vicio más abyecto, de la corrupción más profunda: por un lado, dedicados a sus fiestas, recepciones y soirées; por otro, consagrados a la lujuria y la depravación. “La prisionera” nos muestra el envés del sentimiento amoroso, plasmado en Albertine, la mujer de la que cree enamorarse el narrador y a través de la cual se reflexiona sobre las diversas facetas del amor, con especial hincapié en los celos. “La fugitiva” desarrolla el tema del libro anterior, sumiendo al narrador en el convencimiento de que nada es perdurable, de que todo mutable, frágil, como la memoria de la que hace uso y en la que se refugia debido a su enfermedad. Es en “El tiempo recobrado” donde culmina la peripecia del autor: después de un largo reposo debido a la enfermedad que le consume, regresa a un París devastado por la Guerra Mundial, donde los personajes que conoció y trató se han confundido con una burguesía adinerada que ha borrado a los esplendorosos aristócratas que tanto admiraba; entiende que sólo la creación artística le puede ayudar a ‘salvarse’ de la inevitable consunción vital que observa a su alrededor: de este modo, comienza, en un viaje circular, la escritura de su obra maestra.
Y en esas miles de páginas asistimos a cientos de descripciones, de minuciosos recuerdos, que, aunque pueden engañarnos y hacernos creer que estamos ante un volumen autobiográfico infinito, nos muestran, en realidad, la decadencia de una clase que es trasunto de toda una civilización, de toda una realidad. Es esto, quizá, lo más significativo de la obra de Proust: la posibilidad de hallar en cada una de sus escenas la representación metafórica de alguna otra cosa. Obviamente, su lectura es muy ardua y dificultosa: cualquiera que lo enfrente, incluso el más leído, encontrará momentos tediosos y complicados. Sin embargo, creo que el proceso acaba por merecer la pena, aunque sólo sea por la magnitud inigualable de lo que tenemos entre manos. Comprendo que haya quien diga que es imposible leer algo que apenas cuenta, directamente, nada importante; es admisible el celo, pero también es cierto que no se ha vuelto a escribir nada semejante, por lo que su abordaje es complicado. A aquel que se atreva, mis felicitaciones: verá como acaba mereciendo la pena.
Texto recuperado de site: http://www.solodelibros.es/01/12/2005/a-la-busca-del-tiempo-perdido-marcel-proust/
“A la busca del tiempo perdido” es algo más que una novela; es una experiencia vital. Un universo completo recreado en sus páginas, con unos mecanismos internos que la convierten en un libro difícil, arduo, incluso en ocasiones (por qué no decirlo) aburrido. Muchos lectores, allá por el momento de su publicación en 1913 no entendieron la propuesta que ofrecía Marcel Proust; hoy por hoy, las diferencias no son muchas. Y, sin embargo, es toda una obra maestra; una auténtica obra de arte maravillosa de principio a fin. ¿Por qué? Bueno, eso es lo que trataré de explicar aquí.
Proust fue un escritor exigente. En las últimas páginas de “El tiempo recobrado” (el último de los volúmenes que conforman el libro) él mismo admite fijarse como meta algo realmente difícil: reflejar la realidad humana a través de una observación minuciosa, que no detallista, del comportamiento de las personas. Precisamente eso es lo que se achaca como dificultad o lacra a “A la busca del tiempo perdido”: su puntillismo, su atención sobre el detalle, su minuciosidad. André Gide, lector para la editorial Gallimard, devolvió el libro al editor con un comentario (del que se arrepintió más tarde) en el que decía: “No puedo comprender que un señor pueda emplear treinta páginas para describir cómo da vueltas y más vueltas en su cama antes de encontrar el sueño”.Sin embargo, a mi modo de ver es ahí donde radica su genialidad (lo cual no lo convierte, automáticamente, en un libro fácil) y su diferencia. Proust empleó métodos y técnicas que se descubrían en la narrativa a principios del siglo XX. Escritores como James Joyce o Virginia Woolf emplearían el monólogo interior de maneras refinadas, pero Proust inauguró esta toma de posición de la escritura con su larguísima obra. Inspirado por el estilo de autores muy dispares, que abarcan desde Flaubert o Stendhal, hasta Dostoivesky , pasando por Thomas Hardy, el francés hizo uso de recursos que, de un modo u otro, ya se habían utilizado con cierto éxito antes, pero que él reelaboró de forma magistral hasta escribir “A la busca del tiempo perdido”.
El propio Proust estableció una comparación entra la elaboración de su libro y la construcción de una catedral: una obra cuyos planos iniciales no son definitivos, sino que cambia y muta sujeta a múltiples designios. La madeja que el autor va desenrollando a lo largo de las miles de páginas es una prolongación de su memoria, una memoria que es activa, que no se limita a traer recuerdos al consciente para plasmarlos sobre el papel, sino que analiza, examina, compara, siempre de manera constante, con digresiones (inevitables), con olvidos y con inconstancias. Como el mismo escritor dice, “lo que se trata de hacer salir, mediante la memoria, es nuestros sentimientos, nuestras pasiones, es decir las pasiones, los sentimientos de todos”.
En cierto modo, lo que Freud investigaba casi al mismo tiempo en Viena es lo que, en forma narrativa e imaginaria, recrea Proust en su libro. Temas tabúes, como la homosexualidad, y habilidades del subconsciente son examinados bajo el atento microscopio de la escritura del francés, que parece abarcar todos los temas humanos posibles. Quizá esta pasión por tratarlo todo, por querer comprender entre sus páginas todo lo imaginable, fue el mayor reto al que Proust se enfrentó. Como él mismo comunicaba a su editor, el manuscrito crecía y crecía, teniendo como topes la primera y la última parte; el resto era elaborado constantemente por el escritor, que ampliaba sus recuerdos (y, por ende, su obra) de manera desaforada.
Proust se aleja de la razón y la lógica para tratar de encontrar esas ‘verdades universales’ que busca mediante la memoria de la que hablaba arriba. Considerando que la razón y la voluntad no han conseguido el objetivo de plasmar la realidad, Proust se concentra en dibujar el ‘exterior’ de los personajes, aunque los falsee y no los describa fielmente (inventando todo tipo de detalles, aunque se base en personas reales para imaginar sus caracteres). En este sentido, su cambio respecto a la tradición decimonónica de la que es heredero (recordemos que Zola , naturalista acérrimo, es contemporáneo suyo) es brutal: pasamos de una novela sujeta a lo real, empecinada en retratar comportamientos sin dejar nada a la imaginación, a un prodigio de inventiva memorística que, pese a hablar de personajes y situaciones mundanas, nos revela conductas que pueden pasar por universales.
Al introducir su propia conciencia en la novela (anticipándose a Joyce, Woolf o Faulkner), Proust multiplica las posibilidades artísticas de la escritura, puesto que su obra adquiere múltiples interpretaciones, todas válidas y aunadas: novela psicológica, autobiográfica, reflexión sobre el arte y la literatura… En una obra como “A la busca del tiempo perdido” cabe absolutamente todo, no sólo, evidentemente, por su extensión, sino por su peculiar composición, que permite tocar todos los temas imaginables desde un punto de vista único -el del autor-, pero, al mismo tiempo, universal.
En realidad, a lo largo de las tres mil páginas de “A la busca del tiempo perdido” no parece que se cuenten demasiadas cosas. En “Por la parte de Swann”, el narrador recuerda su infancia y nos cuenta su descubrimiento del mundo de la aristocracia de los Guermantes. “A la sombra de las muchachas en flor” nos muestra a un narrador adolescente que, en sus vacaciones en un balneario, conoce a unas muchachas que le inician en su despertar sexual y, de alguna manera, ‘artístico’. “La parte de Guermantes”, tercera parte de la obra, introduce al narrador en el mundo aristocrático y exclusivo de los Guermantes, mitificado por sus recuerdos y que resulta ser desolador visto y vivido de cerca; toda la clase alta y burguesa de la Francia de fines del XIX es despedazada por la visión del autor, expuesta como una clase decadente y cargada de vicios y defectos. Es en “Sodoma y Gomorra” donde el narrador se ensaña con más ahínco con esa clase aristocrática y rica; esos personajes son sinónimo del vicio más abyecto, de la corrupción más profunda: por un lado, dedicados a sus fiestas, recepciones y soirées; por otro, consagrados a la lujuria y la depravación. “La prisionera” nos muestra el envés del sentimiento amoroso, plasmado en Albertine, la mujer de la que cree enamorarse el narrador y a través de la cual se reflexiona sobre las diversas facetas del amor, con especial hincapié en los celos. “La fugitiva” desarrolla el tema del libro anterior, sumiendo al narrador en el convencimiento de que nada es perdurable, de que todo mutable, frágil, como la memoria de la que hace uso y en la que se refugia debido a su enfermedad. Es en “El tiempo recobrado” donde culmina la peripecia del autor: después de un largo reposo debido a la enfermedad que le consume, regresa a un París devastado por la Guerra Mundial, donde los personajes que conoció y trató se han confundido con una burguesía adinerada que ha borrado a los esplendorosos aristócratas que tanto admiraba; entiende que sólo la creación artística le puede ayudar a ‘salvarse’ de la inevitable consunción vital que observa a su alrededor: de este modo, comienza, en un viaje circular, la escritura de su obra maestra.
Y en esas miles de páginas asistimos a cientos de descripciones, de minuciosos recuerdos, que, aunque pueden engañarnos y hacernos creer que estamos ante un volumen autobiográfico infinito, nos muestran, en realidad, la decadencia de una clase que es trasunto de toda una civilización, de toda una realidad. Es esto, quizá, lo más significativo de la obra de Proust: la posibilidad de hallar en cada una de sus escenas la representación metafórica de alguna otra cosa. Obviamente, su lectura es muy ardua y dificultosa: cualquiera que lo enfrente, incluso el más leído, encontrará momentos tediosos y complicados. Sin embargo, creo que el proceso acaba por merecer la pena, aunque sólo sea por la magnitud inigualable de lo que tenemos entre manos. Comprendo que haya quien diga que es imposible leer algo que apenas cuenta, directamente, nada importante; es admisible el celo, pero también es cierto que no se ha vuelto a escribir nada semejante, por lo que su abordaje es complicado. A aquel que se atreva, mis felicitaciones: verá como acaba mereciendo la pena.
Texto recuperado de site: http://www.solodelibros.es/01/12/2005/a-la-busca-del-tiempo-perdido-marcel-proust/
martes, octubre 12, 2010
PRIMERA LECTURA
ACERCA DE DONDE ESTARIA LA LUNA
Y DONDE VENUS
SINO HUBIERA NUBES,
SI HAY ALGUNA SEMEJANZA ENTRE
UNA BIBLIOTECA Y UN JARDIN BOTANICO,
COMO SE DEVUELVE EL BRILLO
A LOS RECUERDOS.
QUE ES LO QUE SE VE EN LOS OJOS
DE UN LECTOR ATENTO,
COMO SE CONSTRUYE
EL FUTURO SIMPLE DEL VERBO SER
SIN NINGUN REMORDIMIENTO,
DONDE ES POSIBLE ENCONTRAR AUN EL ACEITE DE AJONJOLI
Y EL VERDADERO BARBANATS,
DONDE ESTA EL ALMACEN
MAS GRANDE DE LOS BALCANES,
QUE PASO CON EL ORDENANZA DEL REY PETAR II,
CUANTAS COSAS CONTIENE
LA ALMOHADA DE UNA DONCELLA,
Y TAMBIEN ACERCA DEL EQUIPAJE
DIGNO DE UN VIAJE TRANSOCEANICO.
Goran Petrovic, La Mano de la Buena Fortuna, Editorial Sexto Piso.
Etiquetas:
Goran Petrovic,
La caja de los deseos,
Merece ser leído
martes, septiembre 28, 2010
lunes, septiembre 06, 2010
sábado, agosto 14, 2010
sábado, junio 19, 2010
Del amor
DEL AMOR
Todo lo escrito aquí es añejamiento,
de suerte que en mí estaba escondido
y hoy lo saco a la luz. Digo solemnemente:
el amor es una planta que si la cultivo
se seca;
es convivir sin compromiso,
no tiene futuro, es de ya a ya,
son gustos compartidos, actos y es sabido
que la belleza no va con la figura.
Podría seguir con más lindezas
pero se me atraviesa esta verdad de Perogrullo:
todos necesitamos amar y ser amados.
Mas quisiera un final algo florido
ya que el amor es poesía.
Para esto adhiero a una sabiduría antiquísima
y suspiro:
las abejas no saben por qué van a las flores
y las flores no saben por qué atraen a las abejas.
Leónidas Escudero 1920-2020
miércoles, junio 16, 2010
Libros!
Todos los libros del mundo no te dan felicidad pero te conducen en secreto hacia ti mismo. Allí encuentras todo lo que necesitas, el sol, las estrellas y la luna pues la luz que tú buscas habita en ti mismo. La sabiduría que buscaste en las librerías reluce en cada página y ahora es tuya.
Herman Hesse
Herman Hesse
sábado, junio 05, 2010
FIN DEL PARAISO
en ti como una luz que se refleja,
examinado un poco por mis ojos, 129
en su interior, de igual color pintada,
me pareció que estaba nuestra efigie:
y por ello mi vista en él ponía. 132
Cual el geómetra todo entregado
al cuadrado del círculo, y no encuentra,
pensando, ese principio que precisa, 135
estaba yo con esta visión nueva:
quería ver el modo en que se unía
pero mis alas no eran para ello:
si en mi mente no hubiera golpeado
Faltan fuerzas a la alta fantasía;
mas ya mi voluntad y mi deseo
giraban como ruedas que impulsaba 144
Aquel que mueve el sol y las estrellas.
FIN DE PARAÍSO
Ultimos versos del CANTO XXXI , "La Divina Comedia" de Dante Alighiere. Recuperado del site http://www.ciudadseva.com/textos/poesia/ita/dante/dc3.htm
miércoles, mayo 12, 2010
ARTE NUEVO DE HACER POEMAS
Me despierto temprano para hacer ejercicios.
media hora para el dolor al cuello, para evitar
la molesta rotación del brazo. Me preparo
el desayuno y cojo al azar un libro. Miento.
Ayer leí con mis alumnos “Musée des Meaux arts”
y comentamos el Icaro de Brueghel. Con una
cucharita doy vueltas al café y abro una página
cualquiera: “tuya es la imagen disciplinaria
que me refrena del agradable error, de las garras
del turbulento desorden”. El maestro era James.
Auden visitó su tumba en la primavera
del cuarentaiuno. Probablemente los alemanes
habían bombardeado Biminghan, y se limitó
a dejarle unas violetas. (El poema lo escribiría
después). Me gusta la serenidad de Auden.
La severa inflexión que impone a su desorden,
el asomo de error que nunca falla. Siempre
lo supe, viejo Auden, sólo quien se sabe presa
del desorden se exige disciplina. Esta mañana
he hecho media hora de ejercicios, he tomado
el desayuno y leído estos versos de Lope ( a
quien Auden con toda seguridad desconocía):
“porque a vezes lo que es contra lo justo
por la misma razón deleyta el gusto”.
(Eduardo Chirinos, Perú, 1960)
media hora para el dolor al cuello, para evitar
la molesta rotación del brazo. Me preparo
el desayuno y cojo al azar un libro. Miento.
Ayer leí con mis alumnos “Musée des Meaux arts”
y comentamos el Icaro de Brueghel. Con una
cucharita doy vueltas al café y abro una página
cualquiera: “tuya es la imagen disciplinaria
que me refrena del agradable error, de las garras
del turbulento desorden”. El maestro era James.
Auden visitó su tumba en la primavera
del cuarentaiuno. Probablemente los alemanes
habían bombardeado Biminghan, y se limitó
a dejarle unas violetas. (El poema lo escribiría
después). Me gusta la serenidad de Auden.
La severa inflexión que impone a su desorden,
el asomo de error que nunca falla. Siempre
lo supe, viejo Auden, sólo quien se sabe presa
del desorden se exige disciplina. Esta mañana
he hecho media hora de ejercicios, he tomado
el desayuno y leído estos versos de Lope ( a
quien Auden con toda seguridad desconocía):
“porque a vezes lo que es contra lo justo
por la misma razón deleyta el gusto”.
(Eduardo Chirinos, Perú, 1960)
MI CABEZA ESTA EN OTRA PARTE
LITERALMENTE:
fuera del camino.
Como el herido
convaleciente que
no puede ser
llevado en hombro.
Monsieur Guillotin
inventó una máquina
para separar
la cabeza del cuerpo.
(La cabeza cortada contempla las cosas tal como son; el Presente puro, sin ningún significado, sin arriba ni abajo, sin simetrías, sin figuras sin desesperación.)
Rápida y eficaz. Como el racionalismo.
(Damarias Calderon, Cuba, 1967.)
martes, mayo 11, 2010
La Divina Comedia de Dante
INFERNO
Inferno: Canto I
Nel mezzo del cammin di nostra vita mi ritrovai per una selva oscura ché la diritta via era smarrita. Ahi quanto a dir qual era è cosa dura esta selva selvaggia e aspra e forte che nel pensier rinova la paura! Tant'è amara che poco è più morte; ma per trattar del ben ch'i' vi trovai, dirò de l'altre cose ch'i' v'ho scorte. Io non so ben ridir com'i' v'intrai, tant'era pien di sonno a quel punto che la verace via abbandonai. Ma poi ch'i' fui al piè d'un colle giunto, là dove terminava quella valle che m'avea di paura il cor compunto, guardai in alto, e vidi le sue spalle vestite già de' raggi del pianeta che mena dritto altrui per ogne calle. Allor fu la paura un poco queta che nel lago del cor m'era durata la notte ch'i' passai con tanta pieta. E come quei che con lena affannata uscito fuor del pelago a la riva si volge a l'acqua perigliosa e guata, così l'animo mio, ch'ancor fuggiva, si volse a retro a rimirar lo passo che non lasciò già mai persona viva. Poi ch'èi posato un poco il corpo lasso, ripresi via per la piaggia diserta, sì che 'l piè fermo sempre era 'l più basso. Ed ecco, quasi al cominciar de l'erta, una lonza leggera e presta molto, che di pel macolato era coverta; e non mi si partia dinanzi al volto, anzi 'mpediva tanto il mio cammino, ch'i' fui per ritornar più volte vòlto. Temp'era dal principio del mattino, e 'l sol montava 'n sù con quelle stelle ch'eran con lui quando l'amor divino mosse di prima quelle cose belle; sì ch'a bene sperar m'era cagione di quella fiera a la gaetta pelle l'ora del tempo e la dolce stagione; ma non sì che paura non mi desse la vista che m'apparve d'un leone. Questi parea che contra me venisse con la test'alta e con rabbiosa fame, sì che parea che l'aere ne tremesse. Ed una lupa, che di tutte brame sembiava carca ne la sua magrezza, e molte genti fé già viver grame, questa mi porse tanto di gravezza con la paura ch'uscia di sua vista, ch'io perdei la speranza de l'altezza. E qual è quei che volontieri acquista, e giugne 'l tempo che perder lo face, che 'n tutt'i suoi pensier piange e s'attrista; tal mi fece la bestia sanza pace, che, venendomi 'ncontro, a poco a poco mi ripigneva là dove 'l sol tace. Mentre ch'i' rovinava in basso loco, dinanzi a li occhi mi si fu offerto chi per lungo silenzio parea fioco. Quando vidi costui nel gran diserto, «Miserere di me», gridai a lui, «qual che tu sii, od ombra od omo certo!». Rispuosemi: «Non omo, omo già fui, e li parenti miei furon lombardi, mantoani per patria ambedui. Nacqui sub Iulio, ancor che fosse tardi, e vissi a Roma sotto 'l buono Augusto nel tempo de li dèi falsi e bugiardi. Poeta fui, e cantai di quel giusto figliuol d'Anchise che venne di Troia, poi che 'l superbo Ilión fu combusto. Ma tu perché ritorni a tanta noia? perché non sali il dilettoso monte ch'è principio e cagion di tutta gioia?». «Or se' tu quel Virgilio e quella fonte che spandi di parlar sì largo fiume?», rispuos'io lui con vergognosa fronte. «O de li altri poeti onore e lume vagliami 'l lungo studio e 'l grande amore che m'ha fatto cercar lo tuo volume. Tu se' lo mio maestro e 'l mio autore; tu se' solo colui da cu' io tolsi lo bello stilo che m'ha fatto onore. Vedi la bestia per cu' io mi volsi: aiutami da lei, famoso saggio, ch'ella mi fa tremar le vene e i polsi». «A te convien tenere altro viaggio», rispuose poi che lagrimar mi vide, «se vuo' campar d'esto loco selvaggio: ché questa bestia, per la qual tu gride, non lascia altrui passar per la sua via, ma tanto lo 'mpedisce che l'uccide; e ha natura sì malvagia e ria, che mai non empie la bramosa voglia, e dopo 'l pasto ha più fame che pria. Molti son li animali a cui s'ammoglia, e più saranno ancora, infin che 'l veltro verrà, che la farà morir con doglia. Questi non ciberà terra né peltro, ma sapienza, amore e virtute, e sua nazion sarà tra feltro e feltro. Di quella umile Italia fia salute per cui morì la vergine Cammilla, Eurialo e Turno e Niso di ferute. Questi la caccerà per ogne villa, fin che l'avrà rimessa ne lo 'nferno, là onde 'nvidia prima dipartilla. Ond'io per lo tuo me' penso e discerno che tu mi segui, e io sarò tua guida, e trarrotti di qui per loco etterno, ove udirai le disperate strida, vedrai li antichi spiriti dolenti, ch'a la seconda morte ciascun grida; e vederai color che son contenti nel foco, perché speran di venire quando che sia a le beate genti. A le quai poi se tu vorrai salire, anima fia a ciò più di me degna: con lei ti lascerò nel mio partire; ché quello imperador che là sù regna, perch'i' fu' ribellante a la sua legge, non vuol che 'n sua città per me si vegna. In tutte parti impera e quivi regge; quivi è la sua città e l'alto seggio: oh felice colui cu' ivi elegge!». E io a lui: «Poeta, io ti richeggio per quello Dio che tu non conoscesti, acciò ch'io fugga questo male e peggio, che tu mi meni là dov'or dicesti, sì ch'io veggia la porta di san Pietro e color cui tu fai cotanto mesti». Allor si mosse, e io li tenni dietro.
porque mi ruta había extraviado. 3
¡Cuán dura cosa es decir cuál era
esta salvaje selva, áspera y fuerte
que me vuelve el temor al pensamiento! 6
Es tan amarga casi cual la muerte;
mas por tratar del bien que allí encontré,
de otras cosas diré que me ocurrieron. 9
Yo no sé repetir cómo entré en ella
pues tan dormido me hallaba en el punto
que abandoné la senda verdadera. 12
allí donde aquel valle terminaba
que el corazón habíame aterrado, 15
hacia lo alto miré, y vi que su cima
ya vestían los rayos del planeta
Entonces se calmó aquel miedo un poco,
que en el lago del alma había entrado
la noche que pasé con tanta angustia. 21
Y como quien con aliento anhelante,
ya salido del piélago a la orilla,
se vuelve y mira al agua peligrosa, 24
tal mi ánimo, huyendo todavía,
se volvió por mirar de nuevo el sitio
que a los que viven traspasar no deja. 27
Repuesto un poco el cuerpo fatigado,
seguí el camino por la yerma loma,
siempre afirmando el pie de más abajo. 30
Y vi, casi al principio de la cuesta,
que de una piel con pintas se cubría; 33
y de delante no se me apartaba,
mas de tal modo me cortaba el paso,
que muchas veces quise dar la vuelta. 36
Entonces comenzaba un nuevo día,
y el sol se alzaba al par que las estrellas
que junto a él el gran amor divino 39
así es que no auguraba nada malo
de aquella fiera de la piel manchada 42
la hora del día y la dulce estación;
mas no tal que terror no produjese
Me pareció que contra mí venía,
con la cabeza erguida y hambre fiera,
y hasta temerle parecia el aire. 48
parecía cargar en su flaqueza,
que ha hecho vivir a muchos en desgracia. 51
Tantos pesares ésta me produjo,
con el pavor que verla me causaba
que perdí la esperanza de la cumbre. 54
Y como aquel que alegre se hace rico
y llega luego un tiempo en que se arruina,
y en todo pensamiento sufre y llora: 57
tal la bestia me hacía sin dar tregua,
pues, viniendo hacia mí muy lentamente,
me empujaba hacia allí donde el sol calla. 60
Mientras que yo bajaba por la cuesta,
se me mostró delante de los ojos
alguien que, en su silencio, creí mudo. 63
Cuando vi a aquel en ese gran desierto
«Apiádate de mi ‑yo le grité‑,
seas quien seas, sombra a hombre vivo.» 66
Me dijo: «Hombre no soy, mas hombre fui,
y a mis padres dio cuna Lombardía
pues Mantua fue la patria de los dos. 69
y viví en Roma bajo el buen Augusto:
tiempos de falsos dioses mentirosos. 72
hijo de Anquises que vino de Troya,
cuando Ilión la soberbia fue abrasada. 75
¿Por qué retornas a tan grande pena,
y no subes al monte deleitoso
que es principio y razón de toda dicha?» 78
« ¿Eres Virgilio, pues, y aquella fuente
de quien mana tal río de elocuencia?
‑respondí yo con frente avergonzada‑. 81
Oh luz y honor de todos los poetas,
válgame el gran amor y el gran trabajo
que me han hecho estudiar tu gran volumen. 84
Eres tú mi modelo y mi maestro;
el único eres tú de quien tomé
Mira la bestia por la cual me he vuelto:
sabio famoso, de ella ponme a salvo,
pues hace que me tiemblen pulso y venas.» 90
«Es menester que sigas otra ruta
‑me repuso después que vio mi llanto‑,
si quieres irte del lugar salvaje; 93
pues esta bestia, que gritar te hace,
no deja a nadie andar por su camino,
mas tanto se lo impide que los mata; 96
y es su instinto tan cruel y tan malvado,
que nunca sacia su ansia codiciosa
y después de comer más hambre aún tiene. 99
Con muchos animales se amanceba,
el Lebrel que la hará morir con duelo. 102
Éste no comerá tierra ni peltre,
sino virtud, amor, sabiduría,
y su cuna estará entre Fieltro y Fieltro. 105
Ha de salvar a aquella humilde Italia
por quien murió Camila, la doncella,
Éste la arrojará de pueblo en pueblo,
hasta que dé con ella en el abismo,
del que la hizo salir el Envidioso. 111[L14]
Por lo que, por tu bien, pienso y decido
que vengas tras de mí, y seré tu guía,
y he de llevarte por lugar eterno, 114
donde oirás el aullar desesperado,
verás, dolientes, las antiguas sombras,
gritando todas la segunda muerte; 117
y podrás ver a aquellas que contenta
el fuego, pues confían en llegar
a bienaventuras cualquier día; 120
y si ascender deseas junto a éstas,
más digna que la mía allí hay un alma:
que aquel Emperador que arriba reina,
puesto que yo a sus leyes fui rebelde,
no quiere que por mí a su reino subas. 126
En toda parte impera y allí rige;
allí está su ciudad y su alto trono.
iCuán feliz es quien él allí destina!» 129
Yo contesté: «Poeta, te suplico
por aquel Dios que tú no conociste,
para huir de éste o de otro mal más grande, 132
que me lleves allí donde me has dicho,
y pueda ver la puerta de San Pedro
y aquellos infelices de que me hablas.» 135
Entonces se echó a andar, y yo tras él.
lunes, mayo 10, 2010
sábado, abril 24, 2010
Preferiría no hacerlo
Bartleby, el escribiente Por Herman Melville(*) Traducción: Jorge Luis Borges
(*) Novelista estadounidense y una de las principales figuras de la historia de la literatura. Melville nació en Nueva York, el 1 de agosto de 1819 y, a los 19 años, descartando la posibilidad de ir a la universidad, comenzó a embarcarse en viajes que inspiraron sus obras, pasando algún tiempo en las islas del pacífico. De regreso a Estados Unidos trabajó como profesor y en 1841 viajó a los Mares del Sur a bordo del ballenero Acushnet. Tras 18 meses de travesía abandonó el barco en las islas Marquesas y vivió un mes entre los caníbales. Escapó en un mercante australiano y desembarcó en Papeete (Tahití), donde pasó algún tiempo en prisión, antes de regresar a su hogar en 1844. Escribió sus primeras novelas sobre su experiencia como marino. Al tema del mar corresponden sus obras Mardi (1849), Omoo (1847), Taipi, un edén caníbal (1846) y Redburn (1849), mientras que La chaqueta blanca (1850) relata sus experiencias en el ejército. Sus primeras novelas alcanzaron rápidamente una gran popularidad y le abrieron las puertas de la fama y el éxito económico, pero un incendio en los talleres de su editor le ocasionó un revés económico que le obligó a trabajar en la aduana en Nueva York. Después de sus múltiples viajes, decidió casarse y estableció su residencia en Massachusetts, en donde cultivó la amistad con el escritor Nathaniel Hawthorne, a quien dedicó su obra maestra, Moby Dick o la ballena blanca (1851), en la cual orientó su producción literaria a reflexiones éticas y filosóficas que se manifiestaron también en Pierre o las ambigüedades (1852), una oscura exploración alegórica sobre la naturaleza del mal. Moby Dick no resultó un éxito comercial y Pierre o las ambigüedades (1852) fue un estrepitoso fracaso. El tema central de Moby Dick es el conflicto entre el capitán Ahab, patrón del ballenero Pequod, y la gran ballena blanca que le arrancó las piernas al capitán a la altura de la rodilla. Ahab, ávido de venganza, se lanza con toda su tripulación a una desesperada búsqueda de su enemigo. La obra sobrepasa en mucho la aventura y se convierte en una alegoría sobre el mal incomprensible representado por la ballena, un monstruo de las profundidades, que ataca y destruye lo que se pone en su camino, y también por el capitán Ahab, que representa la maldad absurda y obstinada, que sostiene una venganza personal y arrastra a la muerte inútil a muchos inocentes. La profundidad psicológica que fue más evidente en esta obra comenzó a emerger en Mardi (1849) y en La chaqueta blanca (1850). La poca comprensión de su público hacia Pierre o las ambigüedades (1852) produjo el descenso de las ventas de sus obras. No obstante, Melville continuó el proceso de creación y decantación de su estilo literario. En este período publicó Israel Potter (1855); el libro de relatos Cuentos de Piazza (1856), en el que se incluyen algunos de los mejores cuentos de Melville como Benito Cereno y Bartleby el escribiente; El hombre de confianza; Timoleón; Los cuentos del mirador; John Marr y otros marinos y Billy Budd, marinero (1891), obra que que le abrió de nuevo las puertas del mercado y le permitió publicar otros escritos inéditos como Diario de una visita a Europa, Mediterráneo oriental, La novia del manzano, Diario de una visita a Londres, Fin del continente, Diario de más allá de los estrechos y Cartas. Su exploración de los temas psicológicos y metafísicos influyó en las preocupaciones literarias del siglo XX, a pesar de que sus obras permanecieron en un olvido relativo hasta la década de 1920, cuando su genio recibió finalmente el reconocimiento que merecía. Su muerte el 28 de septiembre de 1891 pasó virtualmente desapercibida. Fue enterrado en un cementerio de la parte norte del Bronx.
Bartleby, Dios ha muerto Por José Pablo Feinmann |
Durante la década del cincuenta del que todavía (por unos meses) llamamos "el siglo pasado", un escritor norteamericano escribió y publicó en un par de magazines algunas breves y memorables historias. Venía de un gran fracaso. Había escrito una voluminosa novela sobre el mar, los pescadores y las ballenas que desagradó a la crítica. La novela era Moby Dick, el escritor es Herman Melville y una de las historias breves que publicó durante esa década es Bartleby, el escribiente, sobre la que es posible trazar todo tipo de interpretaciones o alegorías. A Melville no le gustaban las alegorías. En el capítulo XLIV de Moby Dick explicita ese rechazo. Admitamos que si un escritor narra una historia sobre un capitán que persigue a una ballena blanca para matarla y vengarse de las mutilaciones que ella le ha inferido, la narración habrá de abrir inevitablemente afanes alegóricos. Melville no lo acepta así. Para él, Moby Dick es una historia de "carácter razonable". Y añade: "La gente de tierra ignora hasta tal punto las más notorias maravillas del mundo, que a menos de dejar constancia de algunos datos históricos, y de otros géneros relativos a las pesquerías, puede que tuvieran a Moby Dick por una fábula desaforada, o lo que es aún peor y más detestable, por una odiosa e intolerable alegoría". Sin embargo, las narraciones de Melville son interpretadas como poderosas alegorías. ¿Cómo decirle a ese narrador del mar que creía narrar una historia de "carácter razonable" que estaba escribiendo uno de los relatos más hondamente metafísicos de la literatura universal? Al cabo, los lectores de Moby Dick han sido "gente de tierra", gente alejada de "las más notorias maravillas del mundo" y proclives, entonces, a los caprichos de la metafísica, provenientes del tedio o la angustia. Ignoro si Melville impugnaba la lectura alegórica de Bartleby, el escribiente. Pero hubiera tenido que apelar a otros elementos para refutarla, Bartleby, lejos de ser una historia del mar, una historia de las "notorias maravillas del mundo", es una pequeña historia burocrática que se desliza en las oficinas de un oscuro abogado de Nueva York. Está narrada en primera persona --precisamente por el abogado-- y en ella se anticipan algunas temáticas centrales de la filosofía y la literatura del siglo XX: la ausencia del sentido de la existencia, la burocracia como horizonte pesadillesco y repetitivo, la experiencia fundante de la nada. Bartleby es un hombre joven que se emplea en la exigua oficina del abogado-narrador. Hay ahí dos copistas (Nippers y Turkey) y un joven de doce años, Ginger Nut, mandadero y repentino. Bartleby se ubica en su escritorio y comienza a copiar expedientes. Es, ahí, eso: un amanuense o copista judicial. Cierto día, el abogado le pide cotejar alguna de sus copias con el original, le pide hacer juntos el trabajo. El abogado es un hombre sencillo, simple: "Soy uno de esos abogados sin ambición que nunca se dirigen a un jurado o solicitan de algún modo el aplauso público". Se define también como "un hombre eminentemente seguro". Así, le pide a Bartleby revisar sus copias. Bartleby le entrega una respuesta que será célebre en la literatura: "Preferiría no hacerlo" (I would prefer not to). Sorprendido pero animado por un deseo de comprensión que será, a lo largo del relato, conmovedor e infinito, el abogado pregunta a sus otros empleados qué opinan de la situación. De eso: que Bartleby prefiere no obedecer. Ginger Nut acerca la opinión más cotidianamente sensata: "Creo, señor, que está un poco chiflado". El abogado, por el momento, no insiste. Confiesa: "Nada exaspera más a una persona seria que una resistencia pasiva". Le pide a Bartleby que se cruce hasta el correo. Bartleby dice su "preferiría no hacerlo". El abogado busca una mayor precisión: "No quiere (will) ir?" Bartleby: "Lo preferiría (prefer) así". Es Melville quien marca en bastardilla los dos verbos: desear y preferir. Bartleby no tiene deseos, tiene preferencias, lo cual mitiga la presencia en él de una voluntad fuerte y lo aleja de una inmediata y posible interpretación nihilista, nietzscheana. (Lo aleja también del apocalíptico hombre del subsuelo dostoievskiano.) El abogado se compadece por Bartleby: "Su pobreza es grande; pero, su soledad ¡qué terrible!". Como vemos, comienza a entender algo. Pero desea entender más. De esta forma, dice: "Bartleby, venga, no le voy a pedir que haga nada que usted preferiría no hacer. Sólo quiero conversar con usted". Conversar, comprender, esas cosas de la sociabilidad humana. Bartleby responde, claro, con su "preferiría no hacerlo". El abogado --en quien la angustia es creciente-- pregunta por la razón de tal conducta. Bartleby, con indiferencia, replica: "¿No la ve usted mismo?". "Parecía solo", narra el abogado, "absolutamente solo en el universo". Y aquí Melville introduce la única metáfora marítima del texto: "Algo como un despojo en medio del océano Atlántico". Lo cual nos remite, otra vez, a Moby Dick. (Si usted quiere saber cómo continúa y concluye Bartleby puede leer la edición de Plaza & Janés con traducción de Borges o ir al teatro Babilonia y ver la estupenda puesta de David Amitín. También puede hacer las dos cosas.) Bartleby es un relato sobre la ausencia del sentido. El ser en tanto inmovilidad y resignación. "¿Cuál es la razón?", pregunta el abogado. Cuando Bartleby le responde "¿no la ve usted?" le está diciendo: no hay razón alguna. No hay nada que justifique hacer nada. Moby Dick es una novela sobre el ser en tanto búsqueda y voluntad de poderío. El ser es, siempre, un más allá, un horizonte al cual nos abrimos, al cual nos arrojamos y este arrojarse es el sentido de nuestra existencia. ¿Por qué Bartleby es "un despojo en medio del océano Atlántico"? Porque Bartleby no es Ahab ni es Moby Dick. Si Ahab no la buscara, la ballena blanca también sería un despojo en medio del océano. Si la ballena no existiese, Ahab sería otro despojo, una presencia solitaria y absurda, injustificable, en medio del océano. Ahab es más afortunado que Bartleby: la búsqueda lo impulsa, la ballena le entrega una plenitud, que, en su caso, se expresa como persecución y venganza. Ahab y la ballena se justifican y requieren mutuamente, de aquí que mueran juntos. Bartleby es Ahab sin la ballena blanca. Bartleby no tiene el mar, no tiene la furia, el impulso feroz de la venganza, un horizonte existencial abierto por el odio, por la voluntad de poderío. Bartleby está solo en medio del universo. No hay nada que justifique su existencia ni nada existe en él que pueda crear el sentido. Bartleby, el escribiente es un texto que dice --una y otra vez-- lo que habrá de decir la filosofía a partir de Nietzsche: Dios ha muerto. Así, la honda narración de Melville se prolonga no sólo en las filosofías del absurdo de mediados del siglo XX (Camus, digamos), sino también en la nada heidegeriana o la náusea sartreana. Dentro de la literatura (además de estar presente en el "monstruoso insecto" kafkiano), esta experiencia de la ausencia del sentido, traducida como espera infinita, está, claro, en Beckett y en la bellísima novela de Dino Buzzati, El desierto de los tártaros. Que, en uno de sus textos más expresivos, dice: "El cielo se había quedado vacío, el ojo buscaba inútilmente alguna cosa en las últimas fronteras del horizonte". Texto recuperado del site: http://www.fortunecity.es/bohemio/fotografia/236/feinmann/bartlebly9-10-99.html |
Suscribirse a:
Entradas (Atom)